cómo
Plantéatelo
La mujer perfecta está en tu cabeza
Ojalá alguien te quiera al modo BENEDETI
YO SOY ESA
Si alguna vez me buscas, recuerda que yo soy todas las mujeres a las que has dejado escapar:
Soy la chica que espera sentada en la parada de autobus, callada, envuelta en su música y en tu ignorancia.
Soy la que te ha servido el pan esta mañana con media sonrisa pero, claro, tú ni siquiera has sido capaz de devolverme un “gracias” ni un “hasta luego”.
Soy esa a la que ayer le diste un empujón en la calle y que, gracias a tus prisas rutinarias, no te percataste de tu desencuentro conmigo, pero los papeles que llevaba volaron para chocar contra un suelo bautizado por una lluvia, entonces me giré con indignación esperando un «perdón» que de tus labios nunca salió.
Soy la que te adelanta corriendo sin mirar atrás, la que cuando vas a pagar en el mostrador busca algo en su bolso, la que llora en una discoteca, la que ríe hablando por teléfono, la que manda un Whatsapp ajena al mundo cuando va en el metro, la que sueña, la que vive por ti sin que tú vivas por ella.
Soy la mujer entrada en años del bar que te dice que dejes de beber, que ya está bien, que te vayas a casa y que, para hacerte reaccionar, te pregunta si no hay nadie que te espere en casa.
Esa mujer también soy yo, la que te aguarda en lo que llamas «hogar» con un labio roto y un hematoma que no se puede disimular ni con maquillaje ni con un flequillo dejado caer, conscientemente, sobre el párpado izquierdo.
Mi guarida es la cocina y la parte del día en la que no estás tú.
Mi banda sonora preferida se limita al silencio en el que tu respiración no acuchilla mi nuca ni el roce de tus manos chirría contra mi piel.
Mi rutina es tu falta de compasión.
Mi cordura, los dos hijos que llevan por apellido el tuyo.
Por ellos mismos, voy a ser esas mujeres, todas a las que has dejado escapar, porque ésta, la que te escribe estos renglones, se va, se marcha para no volver, tú la has hecho volar, me llevo lo que es mío y tu odio en la sangre, me dejo la rabia y el miedo porque me sobra equipaje, concretamente tú en el resto de mi vida, con una vez que te pongan la mano encima ya se sabe que no será la última.
Hoy seré la suerte, la fortuna, la gracia y la dicha, todo lo que le has robado a mi vida, mañana seré la musa a la que suplicaras que yo vuelva porque nada te sale bien.
Pero no me busques, no me sigas, si te da por acordarte de mí, te aconsejo que me mires en los ojos de las personas que te dan la espalda, esas a las que les has hecho daño, ellos te devolverán lo que eres, ellos serán tu mejor espejo.
Bienvenido al infierno, yo me ya me marcho, pero por si te cabe alguna duda, la mujer de negro que te invita a entrar en la cárcel de llamas, esa… cabronazo, también soy yo.
«El club de las horas muertas»
Lo que voy a escribir, sucedió de verdad, puede que en cuanto empieces a leer sepas de qué hablo, espero que si es así sea porque te lo han contado.
Ocurrió hace unos años, cuando aún no era una mujer, sino una niña con un cuerpo de 18 veranos. Era lista, o eso me creía, era alegre, aún no conocía los rechazos, era atrevida y, por eso, la factura me llegó en forma de ruptura del órgano más preciado, más vital y el más inexperto que se ha encontrado.
Yo no fumaba, reía. No vivía, soñaba. No quería, amaba, como lo que era, la primera vez en la que una se olvida de su nombre y hasta de su raza. No importa el cómo ni el quién, sino qué pasó después.
Cuando se te rompe el corazón, los días no pasan, el tiempo se para. Te encuentras sola en una habitación abandonada, como las de los hoteles en ruinas o las casas que han sido presa de las llamas. En tu interior hay cenizas, quemaduras y un dolor en el pecho que la cirugía nunca más sana. Te pierdes en el recuerdo de “lo que pudo y no fue”, te acuerdas de lo bueno y no del dolor rutinario, sólo que ahora con un olor a azufre permanente y un mal sabor a ridículo en los labios. Esa pasa a ser tu condena, la monotonía en la que te enredas y entras a formar parte de un club sin que lo pretendas. El club de las horas muertas y las noches perdidas donde reparten lágrimas secas en bandeja de plata, donde las entrañas se vuelven estériles, incapaces de levantar las alas, vacías de todo y llenas de nada.
En el club no hay strippers sino cicatrices con nombre y apellidos que alguna vez tuvieron alma. Ahora vagan, merodean, suplican y hasta mendigan un mendrugo de calma. Vi muchas cosas en aquella estancia: esqueletos de hombres que habían triunfado y ya no eran nada, mujeres de bien que parecían fulanas, grandes personas con el ego mutilado por otras que no supieron sino hacerles daño. Pasaron muchos días, tantos que me olvidé de contarlos, perdí la cuenta junto con mi amor propio, me convertí en un charco de verano en mitad del asfalto cuando el sol está más alto y el mercurio pasa los 40 grados.
Hasta que un día, de repente, pasó; “dime, niña, ¿qué te pasa?”. Me preguntó un hombre de pelo cano mientras permanecía hierática en el suelo junto a una manta. Me lo han roto dije llevándome la mano al lado izquierdo del pecho, ya no me quedaban sonrisas ni ganas.
El hombre sonrío de medio lado, casi haciendo un esfuerzo para no delatar su propia falta. A él también le habían roto el corazón, o eso me contó al tiempo que me acercaba una taza de chocolate caliente; “pero tú, aún estás a tiempo, no te detengas, no te quedes aquí, este no es sitio para una chica, ni para nadie, pero por lo menos tú, todavía puedes salvarte” me gritó.
Me dijo, también, que no fuera egoísta que si me quedaba allí estaría condenando a otra persona a permanecer sola, que si no luchaba sería yo la que empujaría a alguien a ese escombro de la memoria.
Algo en mí se activó, un “click” retumbó en mi cabeza. Recapacité, entré en razón, esa que se dejó vencer, la misma que había cedido sus derechos y obligaciones al corazón. Muy poco a poco, con la lentitud de los siglos, el tiempo sacó su vieja caja de las costuras y me remendó las ganas, no volví a ser igual, aunque hizo lo que pudo, se le quedaron algunos agujeros por dónde entra el frío en las noches malas y, al menos una vez al año, tengo goteras desde que se pone el sol hasta que sale el próximo alba.
Como decía, nada, absolutamente nada, vuelve a ser igual, te proteges del mundo, te cierras a cal y canto, desconfías y arañas, te haces arisca hasta con aquellos que quieren lo mejor para ti. Evalúas y juzgas contrastando lo vivido, no sabes que las comparaciones son las hijas bastardas de las dudas por lo que vuelves a tener una venda pero, esta vez, te impide distinguir lo bueno de lo malo, no haces criba, para ti todos son iguales, no hay ningún merecedor del indulto, tu tiempo de querer ha caducado, el reloj de arena ya está abajo y tu corazón es más inerte a cada paso; es tanta la molestia que, incluso, te preguntas si en el circo pagarán algo por ver cómo le apagas un cigarro. No sabes ni para qué lo tienes, es un estorbo, ocupa mucho hueco, es delicado, te obliga a comer sano y a veces te hace llorar como si eso fuera a cambiar el pasado. Maldito músculo, no sirve. Piensas que está averiado.
Y como suelen pasar todas las cosas grandes de la vida, de repente, en el eco de tu interior se oyen pasos, alguien llama, alguien te grita, parece que llevaba toda la vida esperando. Sin esperar nada conoces a alguien y el pretérito se ha barrido, el pasado es pasado, llorar ha debido limpiar las huellas de quien te jodió tanto.
Y como si nada, con paso firme, la desconfianza se va allanando hasta desaparecer y da pie al “dejarse llevar” que nunca está de más. Los ojos relucen y las ganas, de aquella niña, vuelven a hacerte compañía cada vez con más frecuencia, vuelves a ser feliz, porque sí, porque te lo mereces.
Nada dura eternamente, sólo que cuando es malo pasa muy despacio y parece que es demasiado. Yo pienso que cuando te enamoras, siempre debe ser como la primera vez, sin tener en cuenta “el club de las horas muertas” sino contando las noches en las que te quieres perder con la otra persona.
De hecho, si lo piensas cada vez es la primera sólo que cada vez de una persona nueva, de modo que las anteriores no cuentan.