Uniformes y batas

Ventanas empañadas con “hola” y corazones escritos con el vaho de los labios. “Todo saldrá bien” rezan algunos carteles por el barrio. Ventanas, al fin y al cabo, que están pasando tanto y tanto.

Aplaudimos, lloramos, reímos, amamos… nos enfadamos, nos rompemos, nos caemos y nos levantamos. Todo pasa detrás de esas ventanas empañadas, porque son ventanas que callan más que hablan, la rabia, el miedo, el dolor… eso mejor nos lo tragamos que bastante tenemos ya con lo que tenemos como para encima compartirlo, pero por cada uno que sale al balcón a tocar la guitarra, hay cien talentos apagados sentados en la mesa de un comedor, en una cocina cuidando a sus hijos pequeños o frente a un lavabo.

Nos miramos en el espejo y no estamos, no somos los de antes, en el paro o con trabajo todos hemos perdido algo. Algo muy nuestro que un maldito virus nos ha arrebatado; nos falta la libertad, pero no como en una cárcel, no, la libertad de elegir sobre nuestro propio destino, la libertad de escoger dónde ir o qué hacer, ya no es sólo salir, hablo de qué podemos sentir. “Los abrazos rotos” de Almodóvar, sería una bonita banda sonora para este momento, se han prohibido los abrazos y las distancias cortas de forma indefinida. Una lástima sí, y después de varios años sin escribir nada, me nace hacerlo para combatir la desidia y la monotonía que parece frotarse las manos desde la esquina.

Lo que tengo que decir no es más importante que lo que tengas que decir tú, yo sólo soy un número más, una estadística de esta pandemia que se ha cobrado más de lo que cualquier sociedad se mereciera soportar. Pero no, no te equivoques, esto no es una queja, es más bien un recordatorio de esos que nos ponemos en el móvil. Un recordatorio que pretende dar voz a aquellos que están cuidando de nosotros y no tienen tiempo de escribir en un blog, aquellos a los que hace meses insultábamos por esperar demasiado en la sala de un hospital o por ponernos una multa de aparcamiento. Hoy en España a las 20:00h. aplaudimos a los cuerpos de seguridad del estado, al personal sanitario, a cajeros, a transportistas y a cualquier persona que dedique su tiempo a trabajar para que a los demás no nos falte de nada.

Yo sólo quiero que cuando pase lo que tiene que pasar, los aplausos de las ocho no se queden en una borrachera y que no volvamos un paso atrás a modo de resaca. Porque sí la resaca vendrá, pero señores, ibuprofeno y a circular. Los héroes lo son siempre, no sólo en tiempos de guerra contra una pandemia.

Espero y deseo que, después de todo esto, no muramos un poco por volver al pasado, que miremos más allá de nuestro ombligo y que fomentemos una sociedad más cívica, más concienciada: mucho más humana, por favor, se lo debemos a todos los profesionales que nos cuidan y, sobre todo, a los que ya no están.

Las batas y los uniformes siempre serán parte de nuestra sociedad pero hoy sabemos que lo que surja de ahora en adelante será, sobre todo, gracias a ellos.

Un aplauso por todos vosotros y un grito revolucionario para que se reconozcan vuestros derechos, estamos con vosotros.

Bravo por vuestra valentía. Juntos vamos a salir muy pronto, todos lo estamos deseando.

La Dama del Trece (Parte I)

Vivía en las afueras, en el piso “12 + 1” de la vieja torre acristalada que coronaba el extrarradio. Su casa se veía desde cualquier punto de la ciudad y, en cambio, a ella, pocos la distinguían, casi nadie la veía pero su cara era fácilmente reconocida.

Hacía méritos para ser invisible porque, en el pasado, había conocido las consecuencias de destacar en exceso, era su don y su maldición: ser una excepción de la naturaleza, un bicho raro entre tanta mierda. Una puta entre vírgenes, una virgen en un mundo equivocado.

Tenía muchos nombres injustos, no todos bonitos pero sí baratos. Por eso mi preferido, era uno que le puse yo: la dama del trece. Ella me recordaba al título de una novela negra o a una superstición sin fundamento, pero sin saber por qué, y aunque yo no sabía más de ella que lo que decía la gente, desprendía algo y yo me la imaginaba así, como una aristócrata venida a menos que nunca pudo estar más arriba ni más abajo, era como de otra época, más de allá que de acá pero compartiendo nuestras aceras.

Irremediablemente, ella tenía algo, un no sé qué, que qué se yo que podía dominarte al instante, por el que te perderías si ella te lo pidiera, por el que darías la vida en cuestión de un segundo. Su mirada hablaba más que sus labios pero sonreía menos, era fría, distante, calladamente guapa. Temblabas si te observaba fijamente con aquellos dos fuegos que le iluminaban la cara, incluso, si se lo proponía, tenías que agarrarte a algo que tuvieras cerca para no perder el equilibrio.

Sin duda alguna, si te miraba, veías más de lo que habías vivido. Se podría decir que tenía cicatrices en el alma, roturas y costuras abiertas, de lado a lado de la cintura y desde el talón hasta la nuca. El paso de los hombres, los nombres, los años y el daño le habían consumido como las drogas que se inyectan, ya no tenía marcas de pinchazos en los brazos, estaba limpia desde hacia tiempo, pero se notaba que algunas jeringuillas con nombre propio le habían dejado más muerte que huella.

Ya no soñaba, se olvidó de lo que era eso porque se había caído tantas veces que hasta las piedras la llamaban por su nombre, había dormido en tantos suelos que reconocía de memoria los abrazos del frío asfalto por metro cuadrado, palmo a palmo.

Cuentan que descendía de Europa del Este, de un país frío donde las balas estaban a la orden del día; como consecuencia de criarse en batallas, la guerra formaría siempre parte de su mirada.

Nadie sabe cómo llegó a España, pero lo que sí se sabía es que había viajado por medio mundo con la maleta equivocada: un idiota que le cambió la vida a cambio del alma, un imbécil que le destrozó la vida para que nunca nadie pudiera matarla.

(CONTINUARÁ…)

traficante

El principio

Para empezar por el principio, tengo que empezar por la verdad:

No quería nada serio, no te busqué, ni siquiera pensaba en ti. La idea de lo que somos hoy era más bien una asignatura pendiente, ya sabes, como esa lluvia de un día de piscina… algo que no aprecias en ese momento.

Entonces ¿cómo pude enamorarme de ti? Fácil: no tenía otra alternativa. Claro que no, si te hubieras visto venir, a cámara lenta, con la banda sonora de tu risa, con el latido palpitando en mis pupilas. En ese instante, cuando sólo te había visto pero no te conocía, ya quería ser parte de ti, aunque empezara siendo solo la amiga de tu amiga. Esa sonrisa, ese acento, esas palabras que daban ritmo al vuelo de mi falda, esa forma de mirar, ese milagro de la vida que eras tú.

Si te hubieras visto…

La locura era tu compañera favorita, el carácter tu bandera y tu espalda, llena de pecas y lunares, la patria más bonita que han cruzado las fronteras.

De lejos quemabas, me atraías como las bombillas a los mosquitos. Sinceramente, no sabía si iba a morir en el intento, pero quemarme en tu pecho, que escondía el calor del mundo Sol, no me parecía ni siquiera un castigo. Y de cerca, fundías en ti hasta el alma. Erizabas la piel y lo que no es la piel. No hacía falta tocarte para sentirte, no hacían falta palabras para escucharte.

Repaso, una y otra vez, en mi cabeza cómo se accionó el mecanismo del NOSOTROS, sin preámbulos, sin avisos, sin que nadie tuviera la voluntad de enamorarse… De repente vernos fue como un engranaje que encajaba perfectamente, como la última pieza del puzle que, cuando se une con el resto, forma un mapa y puedes ver la globalidad, pues así era: inevitable, lógicamente teníamos que ser uno para ser siempre.

amor coche

Y por ser, claro que eres, tanto que yo ya no soy “yo”, yo soy “contigo”. Porque sin duda alguna, eres en mayúsculas LA PERSONA ADECUADA, la mano que me acompaña, quien me tapa por la noche, quien me salva por las mañanas. El amor de mi vida que me deja sin palabras. La historia de cómo una escéptica se hace creyente, de cómo los milagros pasan, y de cómo esta historia, colorín, colorado nunca se acabará.

Te quiero.

En unos minutos, te veo en casa.

Tu pelo

Esta mañana, el pelo te olía diferente, no puedo decir a qué, sin decir que a todo lo que me gusta.

Olía a las ganas que me provocas, a buenas noches, a joder qué suerte tengo, a abrazos de cuánto hace que no te veía, a robarte besos de los buenos (como los de aeropuerto), a mimos de domingo, a rayos de calor en la cara, a playa, aire, sol y viento en cada rizo… a vacaciones permanentes en tu pelo, a echar el ancla en la isla de tu espalda, a contarte lunares y a medirte el cuerpo con los labios, sin pensar en si está bien lo que estoy haciendo.

Tal vez, no lo sepas o no te hayas dado cuenta de que el despertador suena cinco minutos antes, porque en ese mismo momento, me paro a mirarte, quién me lo hubiera dicho, debo quererte mucho más de lo que me creo porque prefiero verte dormir que cerrar los ojos de nuevo.

Es en esos cinco minutos de más, después del despertador, en los que casi siento la necesidad de pedir perdón por tu calor, por tanto, tanto, tanto amor... Por tenerte así, a mi lado, sin ropa, con la calma como soberana y con tu intermitente respiración saludándome antes de que se dé el pistoletazo de salida al trajín de la mañana.

Por si hoy todavía no te lo he dicho: te quiero, vida mía. 

Te he dejado el café con leche en la cocina con cuatro cucharadas de azúcar como a ti te gusta. Escríbeme cuando te despiertes, estaré mirando el móvil toda la mañana.

desayuno

Espero que tengas un grandísimo día, nos vemos por la noche.

Te quiero.

Rebeca

P.D: creo que me estoy enamorando de tu pelo.